La muchacha bonita, de cutis moreno y con un aire profesionalmente impúdico, vestía una tenue falda negra demasiado ceñida a su esbelta cadera. Los volantes de sus enaguas asomaban tímidamente sobre sus hermosas piernas.
Bob quedó prendado ante tal espectáculo. Se juró a sí mismo, que esa noche sus manos se perderían por debajo de aquellas enaguas.
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